Todo comenzó el 8 de octubre de 2023 y, sí, digo el 8 de octubre, no es un despiste. El día después del pogromo del 7, con una manifestación en Nueva York titulada Todos a las calles por Palestina.

En los días siguientes empezaron a asomar los militantes que bloqueaban estaciones, puentes y universidades, encapuchados, como en la época dorada del Ku Klux Klan.

En las universidades, estaba aquel profesor de Cornell que afirmaba, en un vídeo con doce millones de visualizaciones, que el 7 de octubre le había "entusiasmado", o aquel estudiante de la misma universidad que gritaba que iba a "llevarse un fusil de asalto" al campus y "fusilar a los putos judíos".

Un grupo de manifestantes antiisraelíes, atrincherado en la Universidad de Columbia.

Un grupo de manifestantes antiisraelíes, atrincherado en la Universidad de Columbia. Caitlin Ochs Reuters

Siete meses después, las banderas de Hezbolá ya ondeaban en Princeton; se producían agresiones verbales y físicas contra estudiantes judíos en Yale y en Harvard, en la Universidad de Michigan y en la de Texas; había grupos en Columbia que gritaban "Hamás, os queremos, a vosotros y a vuestros misiles" o "¡7 de octubre! ¡7 de octubre! ¡Queremos diez mil días más como ese!", o estudiantes con kipá atacados al grito de "volved a Polonia".

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¿Apoyo a la "paz"? Si les importara la paz, estos alborotadores no estarían jugando a señalar "objetivos" para las Brigadas de Ezedin al-Kasem en sus sentadas. Las Brigadas son el brazo militar de Hamás y nunca han ocultado que lo que quieren es la erradicación de Israel, no la paz.

¿Una defensa de los derechos humanos? ¿De las víctimas de la opresión?

Si lucharan por los derechos humanos, también protestarían contra el destino del millón de uigures encarcelados por el régimen chino; por los cientos de miles de víctimas que ha dejado la guerra que ha lanzado Bashar al-Ásad en Siria contra la población civil; por los cristianos de Nigeria; por el genocidio de los pueblos de Oriente Próximo; por las víctimas de la guerra contra el terrorismo; por los cristianos de Nigeria; por las poblaciones que han sufrido el genocidio en Darfur; por las multitudes de sudaneses que mueren de hambre ante la indiferencia y el silencio del mundo. 

O por los ucranianos, ya de paso, cuyas noticias escuchan y leen a diario en las redes sociales y en la televisión, y sobre los que aparentemente no tienen nada que decir.

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Qué va.

Estos movimientos ni siquiera son "propalestinos".

Alentados (el 13 de marzo) por el líder de Hezbolá, Hasan Nasrallah, elogiados (el 25 de abril) por el ayatolá Jamenei, encantado de ver el entusiasmo con el que se recibe la causa islamista, son movimientos pura y simplemente antisemitas.

Durante mucho tiempo, Estados Unidos quiso ser, como en la historia bíblica, una nueva "casa de oración" para todos los hombres, también para los judíos.

Se veía a sí mismo como el constructor de una "ciudad de luz en lo alto de la colina" que, en el imaginario estadounidense, era otra Jerusalén de jaspe, calcedonia y zafiro.

Ahora, al igual que las facultades francesas de Ciencias Políticas, han caído en la trampa de armar esos "campamentos de solidaridad con Gaza", que Ilhan Omar, diputada por Michigan y varias veces criticada por comentarios que se han considerado antisemitas, se empeñó en hacerles el "honor" de visitar.

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¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Algunos incriminan a Catar, otros a los esfuerzos de desestabilización rusos, otros al papel del Instituto Confucio, y probablemente todos lleven algo de razón.

Pero este mal viene de mucho más lejos.

Sabemos, y lo vengo diciendo desde hace cincuenta años, que el odio contra los judíos se ha transformado y ahora descansa sobre un pilar: el antisionismo (los judíos son unos asesinos porque son cómplices de un Estado asesino).

Y otro pilar: la negación del Holocausto (la legitimidad del Estado de Israel se basa en un crimen, la Shoah, que en el mejor de los casos sería un acontecimiento que no está muy claro y, en el peor, una página inventada de la historia).

Y otro más: la competencia entre víctimas (no habría lugar en el corazón de los hombres para compadecerse por más de un pueblo y el recuerdo de la Shoah sería como un acúfeno que ahogaría las quejas de los demás condenados, en particular de los palestinos).

Pero de lo que nos queda mucho por saber, aunque es algo que vengo observando desde mi investigación tocquevilliana en la época de mi libro American Vertigo: Un viaje por Estados Unidos tras los pasos de Tocqueville, es que cada uno de estos tres pilares ya tiene una base sólida en Estados Unidos.

¿El antisionismo? Es la obsesión de quienes, desde aquel libro seminal de 2007 de John Mearsheimer y Stephen Walt, creen que los grupos de presión proisraelitas dañan la "política exterior estadounidense" y los intereses del país.

¿El negacionismo? Los "seudoinstitutos", mucho más numerosos que en Europa, que florecen en la Costa Oeste al amparo de la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense, dedican esfuerzos descomunales para "reevaluar", es decir, relativizar o negar, la realidad de la Shoah.

¿La competencia entre víctimas? De los extremistas musulmanes de Nation of Islam a los partidarios del wokismo, Estados Unidos sigue siendo el lugar donde se ha roto ese pacto casi secular entre judíos y minorías racializadas, como si hubiera que elegir entre la sensatez que presidió el nacimiento de Black Lives Matter y la defensa del pueblo perseguido más antiguo del mundo.

Habrá que acostumbrarse. El odio es global. El incendio, planetario. Pero en Estados Unidos es donde la tierra está más seca y las llamas son más explosivas.

Vuelve, Tocqueville: los campus americanos se han vuelto locos.